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María Jesús Sánchez | Cuentos

Y llegaron a Bretaña. El péndulo les había señalado en el mapa el lugar exacto donde sería la reunión. A medida que se iban acercando, iban sintiendo una llamada en su interior, una fuerza que las llevaba sin ninguna lógica y sin ninguna posibilidad de opinión. Aquella era la noche. La luna ya se elevaba sobre el mar teñida de un rojo anaranjado, que hablaba de un momento mágico, de una alineación planetaria adecuada.



Llegaron a un bosque de dólmenes sobre un acantilado y vieron la fogata enorme que se elevaba, haciendo que su humo se difuminara con la bruma que el mar había decidido desprender para así crear un cuadro aún más mágico para la ceremonia. Llamas azules, amarillas y rojas cantaban un mantra que invitaba a bailar a su alrededor.

La sensación era como la de esas noches en que una se siente libre y se entrega al misterio de la vida, zambulléndose de lleno en el mundo de las mil posibilidades sin controles y sin mañanas. Se podría decir que todas ellas eran capaces de volar, solo tenían que dejarse llevar por la magia y la belleza del momento.

Diecisiete mujeres de 17 puntos del planeta, que se conocían hace miles de años. Almas reencarnadas una y otra vez para practicar la magia, para dar a conocer la alegría de la vida. Sus encuentros no eran siempre con el mismo cuerpo, habían sido pelirrojas, morenas, mestizas, negras, asiáticas... Pero en todas ellas habitada siempre una luz. Una luz que provocaba envidias. La felicidad ajena siempre es pasto de las envidias de los desgraciados. Y, a veces, ese pasto verde y brillante era reducido a cenizas. Fuego para acallar la libertad.

Los bosques, los árboles, siempre han sido sus hogares, sus raíces en este mundo cambiante. Nada ni nadie puede transmitir la emoción de vivir si no contempla la luz que se filtra entre las ramas, si no escucha la algarabía con la que los pájaros se despiden del día, si no se ha sumergido en lago bañado por la Luz de la luna.

La luna, esa hechicera que lleva la locura, que nos cimbrea y nos despierta la pasión dormida. Allí estaban aquellas 17 mujeres. Sus almas habían decidido reunirse una vez en esta vida, coincidiendo con el eclipse lunar más grande del siglo. Sabían que volverían a encontrarse pero no sabían cuándo sería la próxima vez. Cuándo sus almas elegirían de nuevo otro cuerpo de mujer libre.

Mientras ellas bailaban poseídas por la fuerza de la tierra y del cielo, una mujer que ignoraba su poder, conjuraba a los espíritus de los cuatro elementos para que él apareciera. "Prometo cuidarlo y quererlo bien", decía mientras abría su corazón al cielo oscuro de la noche. La luna se vestía de rojo y ellas danzaban para que los hombres buenos descubrieran su fuerza y su poder. "Hermana, mírate en el río, corre descalza y nada desnuda. Siente tu cuerpo, siente la sabia que por ti corre y vive".

Era un baile sin letras pero escondía esta oración, esta plegaria: "Dadora de vida, regazo protector, brazos fuertes y dulces, sonrisa curadora, labios llenos de besos que resucitan, madre tierra, madre luna, madre agua... Desdibújanos y borra nuestros límites. Volemos con el pensamiento, hablemos con nuestros cuerpos, dejemos que nuestro cabello lo peine el viento.

Bendita unión de amor fraternal que aquí nos ha convocado. Para las guerras, haz que brote el amor, manda la avaricia a la forja para que renazca con forma generosa. Madre tierra, espíritus de los vientos soplan para que huyan los malos sueños y solo se quede la calma.

Abrir las ventanas, que vuelen las cortinas y las sábanas, Que la mar nos dé descanso y durmamos en su arena siendo niñas. Volvamos al origen, a la esencia, a la desnudez primitiva. Nada tenemos, nada trajimos y nada nos llevaremos. Soltemos las ansias y flotemos sobre unicornios de viento".

Bailaban y reían sin dirigirse palabra, no necesitaban el sonido para compartir lo que todas sabían. La mujer que pedía, la que antes imploraba, percibió la fuerza de la danza que, mediante círculos concéntricos, se expandía. Crecía y crecía.

Ahora ya no esperaba, ya no miraba el cielo. Ahora, la futura enamorada odiaba, trepaba por los árboles y corría por las copas. El deseo es un licor que si no se comparte, se agria. Ella lo sentía, lo olía, sabía que estaba cerca.

Después de volar, bajo a la tierra, corrió sintiendo la tierra húmeda y la vida que tras las hojas muertas habitaba. Llego al rincón secreto, a la fogata que seducía y no halló cuerpos, solo energías. Bailó y bailó hasta caer en el sueño. La despertó una caricia del sol y sintió contra su cuerpo el calor de otro cuerpo y fundó un hogar en aquel claro del bosque.

Las cuatro manos levantaron una casa y un huerto, y la Madre Tierra los proveyó de momentos. Todo tenían, nada ansiaban y, al llegar el ocaso, partieron con un zurrón plagado de caricias. Las caricias no pesan, no cuestan, se pueden cargar en el alma por los siglos de los siglos. Dejaron una huella bonita, dejar una casa para otras almas y así se perdieron en el horizonte y renacieron al alba.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ