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Antonio López Hidalgo | Una lluvia de pájaros muertos

Como una plaga bíblica, después de las campanadas de Noche Vieja y de haber sorteado la suerte con un plato de lentejas al devenir de un nuevo año que desearon más benigno, los vecinos de Roma despertaron al primer día de 2021 sin poder creer lo que veían sus ojos. Una lluvia de pájaros muertos había invadido las calles de la ciudad. Alfombraban el asfalto y los adoquines de granito después de que una lluvia anterior les rompiera de un solo golpe el corazón. Era concebible: se trataba de los fuegos artificiales con los que sus vecinos pusieron punto final a un año para olvidar.


Casi todos eran estorninos y se los podía ver sin vida por todo el centro de Roma, pero sobre todo alrededor de la estación Termini y via Nazionale, El Esquilino y Colle Oppio. Algunos usuarios, como turistas en su propio hábitat, grabaron atónitos con sus móviles las insospechadas imágenes. 

En cualquier caso, no es la primera vez que ocurre. La Organización de Protección de Animales advirtió ya de los riesgos de estas atronadoras celebraciones y de que los pájaros habían infartado por las explosiones de fuegos artificiales y de petardos. La portavoz de esta organización ha declarado que pudieron haber muerto de miedo, por volar juntos y golpearse contra sí, o hacerlo contra ventanas o líneas eléctricas.

Como una plaga bíblica, esta lluvia de estorninos muertos en Roma, y probablemente en muchas otras ciudades del mundo, se asemeja más a una maldición apocalíptica que a un exceso nada ecológico de cómo somos y de cómo decimos adiós a un año y a un ciclo de festines desatinados. 

Con la pandemia, en 2020 se cerraron las carreteras, las calles quedaron desiertas, y los pájaros de todo el mundo comenzaron a cantar de nuevo. Confinados en nuestros hogares, como si en ese infortunio nos hubiera tragado la tierra, las aves se sintieron libres ante un silencio inusitado e infractor de otra vida que amenazaba diluirse en una felicidad nunca compartida con otras especies.

En el área de Bay Area, en San Francisco, Estados Unidos, durante la pandemia, sus habitantes escucharon la presencia de más pájaros, y escuchando día tras día en sus días vacíos observaron que su canto era diferente. Jennifer Phillips, investigadora de Cal Poly, y Elizabeth Derryberry, profesora de la Universidad de Tennessee, en Knoxville, colaboraron para evaluar si el fenómeno se trataba de una respuesta ante la disminución del tráfico. 

Ambas científicas descubrieron que, durante la cuarentena, las aves respondieron con cantos más suaves, que podían viajar a una distancia mayor, sin obstáculos por el ruido, y que cantaban en un espectro de notas más amplio. Ahora, un cielo estrellado de lluvia incandescente y estentórea ha callado para siempre el canto de cientos y cientos de pájaros, que amanecieron tirados, con el corazón reventado, como un signo fatídico, en las calles más céntricas de Roma.

Las bandadas de estorninos, ya desaparecidas en muchos de nuestros paisajes, son una de las imágenes indelebles que conservo de mi infancia. Las vi muchas veces, cuando acompañaba a mi padre, cuando solo tenía diez o doce años, a pasear por la Laguna de Zóñar, en la zona sur de la provincia de Córdoba, a cuatro kilómetros de Aguilar de la Frontera. 

Se trata del único lago natural de Andalucía. De agua dulce, se abastece de acuíferos subterráneos y alcanza una profundidad de 14 metros. Por su riqueza en la biodiversidad e interés ecológico –la habitan más de 30 especies de aves–, se halla inscrita en el Inventario de Espacios Naturales Protegidos de la Junta de Andalucía. La Laguna de Zóñar, perteneciente a los Humedales del Sur de Córdoba, es la mayor de las seis lagunas nombradas Reservas de la Naturaleza por sus extraordinarios valores como espacios de hibernación y nidificación de aves.

En este paraje natural se podía observar las bandadas de estorninos que ensombrecían a su paso el cielo gris de un otoño que anunciaba ya el invierno cuando volaban sobre nuestras cabezas. Los cazadores lo tenían fácil: atrapaban a los pájaros con enormes redes invisibles. Adentro, encerrados como si fuera una jaula descomunal y perfecta de exterminio, los hombres procedían después a retorcer el pescuezo de estas pequeñas aves con técnica depurada y una frialdad de hielo. 

En aquellos días, los pajaritos fritos o en salsa se consideraba un manjar exquisito al alcance de cualquier bar o restaurante, su caza era legal, o al menos consentida, y las redes –tal vez ilegales–, con la colaboración ineludible de los fertilizantes y otros abonos, provocaron la extinción de algunas especies y prácticamente casi la desaparición de otras muchas. 

Alguna vez, por curiosidad o por compasión o por la ira contra estos carceleros, quise vivir la experiencia de entrar en una de estas enormes redes donde estaban atrapados miles de estorninos –mi padre accedió–, antes de que sus saqueadores ejercieran de verdugos, y sentí el aire como un huracán de plumas deslavazadas que atravesara mi cuerpo y sentí como que me trepaba sobre un cementerio de cuerpos inanimados.

El estornino es algo mayor que el gorrión, mide 20 centímetros de largo, es de color negro iridiscente, con un brillo púrpura o verde que lo embellece, salpicado de blanco en el invierno. Sus patas son rojas, y el pico es negro en invierno y amarillo en verano. 

Es una pequeña ave gregaria y ruidosa. Su canto es variado y poco musical. Imita los ruidos de su entorno, incluso los aprende. Sus huevos son de un azul claro. Las crías eclosionan a las dos semanas de la puesta. Es una especie omnívora. Se alimenta de invertebrados, semillas y frutas. Vuela sincronizado y al unísono, como lo hacen los bancos de peces, en bandadas que pueden ser beneficiosas por combatir plagas, pero, del mismo modo, estas bandadas pueden ser plagas en sí mismas. 

Su población ha disminuido en Europa desde 1980 como consecuencia de los cambios desarrollados en la agricultura y la reducción de invertebrados. Vive en bosques, terrenos agrícolas, cultivos arbóreos, parques, jardines y núcleos urbanos. 

Cientos de ellos dejaron de cantar definitivamente la noche de Año Nuevo. No fueron víctimas de la covid-19, por supuesto, sino de la estridente felicidad con que los vecinos de una de las ciudades más bellas del mundo pretendían olvidar un año de desatinos. Ahora sabemos por qué Roma, ineludiblemente, amaneció como si una lluvia imaginaria hubiera dejado sus calles ajadas de estorninos muertos la primera noche de este año.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO