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HG Manuel | La fotografía (XXXV)


Así lo hice; ella sirvió hasta el borde. Alzó el suyo y me invitó a beber. Obedecí.

–No comparo mi carrera con la de nadie: es salud. Nunca, no y no, ni pensar en los «yo podría». A las mujeres de cierta edad ya no nos ocurre nada, no sé decirlo mejor, si soy vulgar lo soy, pero esa manoseada sandez lo explica todo. Nunca más. ¡Nunca! Renuncié a las colas tristísimas de los cutre castings, horrible palabra para algo terrible. En esas pruebas te tratan como a una fruta de calidad sospechosa, ni mención de tu carrera: les importa una caquita. Te veo, no te veo –amaneró la voz, flameaba las manos–; me encajas, no me encajas; que si el perfil, que si la edad… ¡A la mierda! ¡Qué humillación, por Dios! No se altere –a mí–, el desahogo sienta bien, te deja tan a gusto… Y como usted quiere que hable, pues yo hablo. Compañeras, qué palabra: compañeras, no me quedan; unas, las más, desaparecidas: el mar de la vida las dispersó, ¡oh, qué cursilada! –se escandalizó, mano al moflete, de mentirijillas–; otras, las menos, pero muuucho más lejanas, andan colocaditas, cada una en su caja, en su baldita, con la artística etiquetita bien puesta: tú, pingo; tú, rectada; tú, graciosilla; tú, dramática…–iba señalando, en círculo, las distintas estampas invisibles.

Se largó un trago; y endulzó el rencor, si lo era. Yo me había largado dos: tanta cháchara, y el dulce entraba bien. Al parecer, el tema Castilla había echado el cierre ante mis propias narices.

–Yo imagino lo inimaginable: mi vida de otra manera, sin el ejercicio de optimismo, diario, a pie firme, que exige esta o cualquier tienda; aunque, en el fondo, se trata de algo muy simple –ironizó–: que la gente acuda y entre, como en el cine y en el teatro, sí, ya ve, la paradoja puede llegar a ser un consuelo. ¡Ay, Jesús!, malgasto el tiempo en melancolías –se quejó, y negaba, pensativa–. Renuevo etiquetas, clasifico pedidos, echo números o leo una revista detrás del mostrador mientras llega la clientela o se me colma la paciencia con la fantasía de recuperar lo que murió. ¡Habrá mayor necedad! Por fortuna me ayuda mi sobrina, que ahora está de exámenes, quiere ser puericultora, ¿sabe?, profesa el optimismo. Sin ella no podría volar de vez en cuando a donde se me ocurra.

Calló y me miró, suspendida; recién llegada de alguna íntima lejanía, no muy amable.

–Usted no me encaja como detective, ¿será su juventud?

Me sorprendió la salida, el esguince de su discurso; admití su ambigua indiferencia como excusa para responderle con media sonrisa, y creo que perdí un par de puntos en su evaluación, Pero, lo importante, continuaban sus ganas de hablar.

–Estuve impartiendo clases de dicción y de historia del arte en el nocturno, después de cumplir el horario de la tienda, que es sagrado, aquí cerquita, en las adoratrices –rememoraba–. Pero esta mercería es mi amor, mi gran amor. La fundó mi padre y la embelleció mi madre, ella era muy estricta, muy ordenada enderezó tanto torcido… Me ha quitado tanta angustia, tanta incertidumbre, tanta desazón, a pesar de la cargantísima machaconería: «¿No tendría usted por casualidad…?», la gente es tartamuda y repite y repite el latiguillo: «¿No tendría usted por casualidad?» –gangueó–. Pero, pero… ¡cómo voy a tener yo aquí algo por casualidad! Porque iba por los treinta y me dije no, basta, no es tu camino, estás mayor, busca otra cosa –fue bajando la escala de la voz, aumentaba su intensidad–. Se terminaron el destape, esos guiones pseudointelectuales que concluían su mensaje: la oportuna reivindicación, yo diría oportunista, resumida en la apoteosis de tu cuerpo con todo su muestrario al desnudo –y esbozó ella, para que la imaginara, mano en la nuca, una estampa de revista licenciosa–. Sume una película de estas, profunda, a mi «fértil senda interpretativa», lo leí, un periodista cursi; otra equivocación, inútil como las demás. Luego, nada, promesas, algún jijí-jajá, el tonto nos vemos, el clásico te llamaremos…. A mí me echó del cine, como a tantas y a tantísimas, el silencio, que se te llena de espera, la maldita espera: te muerde las uñas y te remuerde en el alma –se apretaba el pecho con el puño, adornado con sortija de oro–, te consume, embarrada en la necesidad, o bebiendo, o… algo peor, mientras te enceniza el olvido. Lo he visto, no hablo de mí, ¿eh? –algo fugaz, un grito pequeño, en el desvío de los ojos, en el modo de verter el vino entre los labios–. Me surgió una cosita: una telenovela, al otro lado del charco, un ritmo de locos; me mataron en un accidente de coche y volví rápido. Tocó aguantar, fuera del ruedo, sentadita, por si alguien se acordaba de ti y sonaba ese maldito trasto –cargaba el gesto desdénico contra un símbolo: el aparato antiguo, negro, parecía de adorno, colgado en la pared como una araña gigante–. Hice teatro, poco, espaciado. Cambiar una tarde al aire libre por acudir a encerrarte en la tiniebla del teatro, pues sí, ya ve, compensa, es la vocación. Fui la Maribel de Mihura, gran éxito, y la Sirena de Casona, menos éxito. Alguien dijo una vez que el fracaso salva y renueva. ¡Qué tontería! El fracaso te acorrala y te quita de en medio, ¡plas! –le arreó un guantazo al aire–. Pero también le digo que el teatro, a pesar del continuo manoseo: la eterna nuevas tendencias –dibujaba con dos dedos un cartelito, seguramente luminoso– generadora de soplos y más soplos de «aire nuevo» para insuflárselos al eterno muertecito, siempre te guarda el sitio. El espectador de teatro olvida… menos; lo puedes retener con tu estilo, no depende de modas, depende de ti y de la obra que te acomode: eres lo más parecido al personaje que has ido buscando, él te da la gloria o el infierno, o los dos sumados: nada de nada. Aunque muchas veces, o casi siempre, el público no sabe distinguir entre la vida y la ficción. Recuerdo a una cómica, qué bonita palabra, ¿verdad?, actriz muy prolífica y querida, la recuerdo al final de su carrera, ella todavía joven, en una entrevista por televisión, contaba su desgracia: la falta de trabajo, sus estrecheces, algo impensable, tan famosa, con tantos éxitos, y la gente se reía. ¿Los llamaría estúpidos? Por ganas, sí. Pero no hay actor sin personaje. Y el personaje es la persona, tiene la talla del que mira: la que íntimamente busca y necesita, ¿comprende?, en esto coincidimos Pepín y yo. El personaje encuentra a su actor, siempre; si no, malo, malo malísimo. Usted como espectador lo confirmará, ¿no?, lo del personaje me refiero –no me atreví a negarlo–. Cuando esto ocurre, lo recibes, lo traes a tu terreno porque entras en el suyo, y le entregas tu cara, tu cuerpo, tus maneras, tus andares… todos recreados, y después ya le ajustas el ritmo y le das el tono, igual, igual que a una canción, no importa si eres tú o es el director quien se los descubre. Hay métodos, archisabidos, más la clásica técnica nueva que alguien trae como la novedad de las novedades, para marearte, con el añadido, no es broma, de alguna perturbación psiquiátrica disfrazada de arte lo-que-sea, un mote. A mí, el de Stanivslasky, por ejemplo, nunca me resultó. Yo, ensayo y repetición, ¡va, va!, con mucho orden, y la vida, porque la vida lo inventa todo, y si quieres aprender, no te preocupes, es generosa, tú le pones atención y ella le abre a tus sentidos todo el muestrario de las emociones –lo desplegaba sobre el regazo abriendo los brazos–. Porque, al final, como decía Pepín, todos somos figuras que impresionan la retina de las otras, y el truco consiste en saber componerlas…

Sonó un timbrazo.

HG MANUEL

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