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Pepe Cantillo | El valor de estar vivos

Por doquier nos llegan mensajes cargados de tranquilidad. El mantra es “meditar, pensar, reflexionar, relajarnos y tener máximo bienestar en cada coyuntura”. “El momento presente es lo único que necesitamos, nada más… y nada menos, cuando el presente está atiborrado”. “Es curioso que la vida, cuanto más vacía, más pesa”. Son citas atribuidas a personajes más o menos importantes. ¡Fabuloso! Pero en unas circunstancias tan extremas o peligrosas, ¿cómo las llevamos a cabo?



Recordemos que lo único que tenemos es el momento presente. El pasado poco a poco se desdibuja en el olvido y el futuro es una esperanza sin fundamento, una entelequia, un viaje hacia el más allá, a lo desconocido, tal vez ¿a la nada? Dicha nada será un edén, un nirvana o un cielo para los creyentes que justifican los pesares del mundo perdido.

La felicidad es el significado y el propósito de la vida, la meta general y el final de la existencia humana. Asumamos una felicidad compartida en primera instancia con los seres queridos para poder saltar hasta el resto de los humanos.

Bajo esa dulzona capa de merengue se esconde la dura y amarga masa de contrariedades y problemas que configuran el pastelón de la realidad: un amplio sector de parados, cierre de empresas y largas colas de hambre.

Imaginando el futuro de la humanidad. “¿Que rumbo debemos tomar?” En El País, 75 expertos y pensadores ofrecen su visión de las claves de la nueva era. El variado mapa mundial que sombrean estos expertos (filósofos, economistas…..) intenta dibujar toda una gama de caminos por los que poder transitar. Los temas que tocan son diversos y dan para mucho.

En definitiva, ha cambiado la forma en que vamos a vivir a partir de ahora ¿Cómo será el mundo que nos espera a la salida de esta etapa de obligado confinamiento? La pregunta es pertinente para pensar en un futuro en el que acabamos de entrar e impertinente por la cantidad de interrogantes y cambios que nos pronostica y, sobre todo, por la angustia que genera.

La etapa de encierro, como posible precaución de defensa ante la amenaza vírica, la hemos pasado, yo diría como si de un juego se tratase. La siguiente, puesto que ya sabemos el peligro que nos rodea, pasarla mejor o peor dependerá de nosotros.

Entramos en un sendero plagado de baches. Unos atañen a la salud, que en buena parte, repito, dependen de cada persona y otros afectan a lo económico-laboral. Este último es bastante serio. Es cierto que la economía está muy tocada y que sin trabajo estamos mal. Si la economía vuelve a funcionar, todo irá bien. Suena a perogrullada pero, en líneas generales, es así aunque las previsiones apuntan para lejos.

A veces aflora la impresión de que nos han abierto la rendija de la protección estatal y pienso que, si es así, depender del Estado supone perder iniciativas, conformarse con lo que nos den, incluso trampear.

El virus aleja del mundo feliz de Huxley siempre en permanente felicidad, sin pobreza ni guerra pero controlado. Algún político ya se mueve por esos derroteros con el tema del “necesario control”, o con la amenaza de hipotecar la información con la censura, contra la libertad de pensar, de decidir, de fomentar la capacidad de tener criterio propio.

“Verdad es que son muchos los jóvenes que parecen atribuir a la libertad muy poco valor. Pero algunos de nosotros todavía creemos que los seres humanos no pueden ser sin libertad completamente humanos y que, por tanto, la libertad es supremamente valiosa”, recoge en Nueva visita a un mundo feliz el escritor y filósofo británico Aldous Huxley.

Sin querer, sin darnos cuenta, volveremos la cabeza para mirar atrás con el riesgo de convertirnos en “estatuas de sal”. Caer en la trampa de dejarnos arrastrar por los mensajes y supuestas directrices que buscan nuestro sometimiento sería patético.

Pensemos. Es un privilegio estar vivos y el respirar nos otorga el disfrute de lo que nos rodea, sea mucho o poco. Estar vivos permite amar a los seres queridos y, sobre todo, pensar en cómo organizar la propia vida mientras dure, sin llegar a un conformismo irreparable y amargo.

Todo lo anterior parece un sermón laico que nos transporta a los grandes desafíos que nos esperan. El trabajo está bajo mínimos, todos estamos amenazados con su carencia pero, sobre todo, lo están los más jóvenes, al menos de cuarenta años para abajo.

Escudriñando en la prensa digital me topo con una información que puede alegrar la visión –no la realidad– que tenemos de nuestro país en este momento. “Es evidente que el país que quiere la inmensa mayoría es una España limpia y honesta”. Suena a desafío para avisarnos de que hay que empezar de nuevo, que “el futuro ya está aquí: entre el miedo y la esperanza”.

Pero el que la “utopía” entendida como “representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano” (sic) salte al campo de juego no significa que ganará por goleada.

No me cabe la menor duda de que es una manifestación que ilusiona y que cualquiera de nosotros haría lo imposible porque fuera verdad. En este caso, la ilusión se transforma en atractiva esperanza colmada de deseo como puerta abierta a un futuro lo más aceptable posible. Otro tema es que pueda convertirse en realidad pese a que siempre nos han vendido (dicho) que “la esperanza es lo último que se pierde”. Suena a “utopía”.

“Prevenir la corrupción también es reconstruir”, añade el titular referido. La corrupción es una realidad que ya parecía olvidada, al menos eso creíamos. Durante los meses de confinamiento solo hemos pensado en el mortífero peligro que nos rodeaba. Hemos tenido cercana –unos muy próxima, otros menos–, la muerte cargada de soledad.

Han sido meses confusos, rodeados de mentiras, sembrados de promesas que hoy son y mañana han cambiado o ya no me acuerdo. Hasta la corrupción como carcoma de la moralidad, como desvergüenza fatal, ha estado muy presente en el tejemaneje de oscuros intereses con el material sanitario, sobre todo con las mascarillas (mas-carillas). En esta situación el nombre viene que ni pintado.

A la confusión sanitaria hay que añadir la hecatombe laboral. Y el futuro se cargaba de nubarrones que solo presagian vendavales, tempestades. Incluso en el horizonte cada vez se pinta de forma clara la posible dependencia del Estado para todas aquellas personas que se quedaron sin nada… ¿Verdadero, falso? Confusión.

A un porcentaje bastante alto de ciudadanos, entre un 80 o un 90 por ciento, nos preocupa y mucho el posible avance o el rebrote del coronavirus porque los efectos económicos del susodicho serán peores que la misma posible infección. Ya se piensa que en otoño –cuando caen las hojas– se espera un rebrote fuerte. ¿Volveremos a las reclusiones con mensajes sonoros, azucarados de felicidad? De nosotros depende que el rebrote incida lo menos posible y obstaculice mínimamente la marcha del país.

Por eso, la citada información cuya intención, supongo, es dejar la puerta abierta a la esperanza como estado de ánimo alcanzable, en la medida de lo posible, deja un olor nada aceptable. La amargura y el miedo tampoco desaparecen. Si la economía vuelve a funcionar, todo irá bien. Suena a perogrullada pero, en líneas generales, es así.

Cierro con una cita de la novela 1984, publicada por G. Orwell en 1949. “Ahora te diré la respuesta a mi pregunta. Se trata de esto: el Partido quiere tener el poder por amor al poder mismo. No nos interesa el bienestar de los demás; sólo nos interesa el poder. No la riqueza ni el lujo, ni la longevidad ni la felicidad; sólo el poder, el poder puro”.

PEPE CANTILLO