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Rafael Soto | Sanidad exhausta

La señora está preocupada. Convive con una nieta con síntomas de covid y teme contagiarse. Por otro lado, le inquieta que se infecte la enfermera que suele desplazarse a su vivienda para seguirle el Sintrom, un anticoagulante cuya dosis varía según la evolución del paciente. No hay todavía un positivo. Por si acaso, pide a su hija que llame al ambulatorio para solicitar indicaciones.


Su hija le dice que no, que su nieta se encierra hasta que pudiera confirmar el positivo, y que nada le iba a pasar a la enfermera porque entrara un momento. Sin embargo, con buena fe, la señora insiste en que quiere que llame y pida indicaciones. La mujer obedece con desgana.

Por supuesto, el personal del ambulatorio le indica que debe de trasladarse hasta allí y, con resignación, la señora se arregla para salir. Tiene ochenta y un años y, aunque puede salir a la calle, tiene dificultades. No es conveniente que salga sola. Se dirige al centro sanitario del brazo de su hija y llega tras veinte o veinticinco minutos andando.

Madre e hija tienen que esperar su turno para ser atendidas. El ambulatorio funciona a pleno rendimiento, a pesar de la evidente falta de personal. Una insuficiencia que ya existía sin pandemia y que, ahora, quema y agota a los trabajadores sanitarios.

Es el turno de la señora. Su hija intenta explicar lo ocurrido a una enfermera que, a esas horas, ya había atendido a muchos pacientes y tomado muchas decisiones. La mujer esperaba, tras la explicación, que su madre fuera atendida y poder volver cuanto antes a su casa. Sin embargo, la enfermera toma una decisión sorprendente.

Con tono de reproche, como si hubiera detectado la trampa de un pícaro, le responde de malos modos que si su madre está para desplazarse al centro sanitario no necesita atención domiciliaria. Entre las protestas de la hija, la enfermera eleva la voz mientras se dirige a un compañero: “¡Ea, borra a esta señora de la lista que puede moverse perfectamente!”.

Las protestas de la hija no hicieron más que enfadar aún más a la enfermera que, con malos modos, mandó a que le hicieran el seguimiento a la señora y dio paso al siguiente paciente.

Situaciones como la relatada ocurren todos los días en los centros sanitarios. Resulta difícil ser comprensivo con trabajadores con este comportamiento. Sin embargo, lo cierto es que la situación sociosanitaria y la falta de personal están empeorando todavía más, si cabe, la atención primaria –no entramos ya en las listas de espera para especialistas, operaciones quirúrgicas, etc.–. Están quemados.

La sanidad privada se está nutriendo del descontento y la ineficiencia del sistema sanitario. Incluso hay lista de espera para algunos especialistas –siempre menores que en la pública–. Sin embargo, no olvidemos la trampa: la sanidad privada hay que pagarla.

Si tienes buena salud y eres joven, quizá tengas posibilidad de un seguro. Sin embargo, si eres una persona mayor o tienes alguna enfermedad crónica, discapacidad, etc., es probable que las aseguradoras te nieguen la cobertura. Un hecho que obliga al pago directo del servicio, encareciendo todavía más el acceso al tratamiento médico.

Como bien señala la jurista María del Val Bolívar: “Ante la existencia de un riesgo, la no cobertura de un tratamiento o procedimiento médico por el sistema de salud público no es extraño que las personas utilicen los medios de los que disponen para reducirlo, en este caso, los seguros de salud privados. Sin embargo, actualmente no todas las personas pueden acceder a un seguro de salud privado por razón de discapacidad. Esta situación ha sido denunciada tanto en instancias nacionales como internacionales y se ha tratado de corregir en textos como la CDPD [Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad] y la Agenda 2030”.

Por tanto, la sanidad privada no es una alternativa real a los servicios públicos. Sin embargo, yo no culpo a las aseguradoras. La auténtica aberración es la causa de que muchos ciudadanos se vean obligados a recurrir a este sistema alternativo: una sanidad ineficiente y sin recursos.

La devolución de las competencias sanitarias al Estado para una gestión centralizada de las mismas sería un paso importante, así como una mayor inversión. Medidas tan necesarias y urgentes como utópicas en nuestro contexto. Por muchas razones, no interesa. Quizá porque, para quienes deciden a dónde se dirige el dinero, no somos una opción. Es más, puede que hasta les sobremos.

Haereticus dixit.

RAFAEL SOTO